Porfavor necesito una invitación para foro coches

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Tornaron a su comenzado camino del puerto Lápice, y a hora de las tres del día le descubrieron. Aquí, dijo en viéndole Don Quijote, podemos, hermano Sancho Panza, meter las manos hasta los codos en esto que llaman aventuras, mas advierte que, aunque me veas en los mayores peligros del mundo, no has de poner mano a tu espada para defenderme, si ya no vieres que los que me ofenden es canalla y gente baja, que en tal caso bien puedes ayudarme; pero si fueren caballeros, en ninguna manera te es lícito ni concedido por las leyes de caballería que me ayudes, hasta que seas armado caballero. Por cierto, señor, respondió Sancho, que vuestra merced será muy bien obedecido en esto, y más que yo de mío me soy pacífico y enemigo de meterme en ruidos y pendencias; bien es verdad que en lo que tocare a defender mi persona no tendré mucha cuenta con esas leyes, pues las divinas y humanas permiten que cada uno se defienda de quien quisiere agraviarle. No digo yo menos, respondió Don Quijote; pero en esto de ayudarme contra caballeros, has de tener a raya tus naturales ímpetus. Digo que sí lo haré, respondió Sancho, y que guardaré ese precepto tan bien como el día del domingo. Estando en estas razones, asomaron por el camino dos frailes de la orden de San Benito, caballeros sobre dos dromedarios, que no eran más pequeñas dos mulas en que venían. Traían sus anteojos de camino y sus quitasoles. Detrás de ellos venía un coche con cuatro o cinco de a caballo que les acompañaban, y dos mozos de mulas a pie. Venía en el coche, como después se supo, una señora vizcaína que ia a Sevilla, donde estaba su marido que pasaba a las Indias con muy honroso cargo. No venían los frailes con ella, aunque iban el mismo camino; mas apenas los divisó Don Quijote, cuando dijo a su escudero: o yo me engaño, o esta ha de ser la más famosa aventura que se haya visto, porque aquellos bultos negros que allí parecen, deben ser, y son sin duda, algunos encantadores que llevan hurtada alguna princesa en aquel coche, y es menester deshacer este tuerto a todo mi poderío. Peor será esto que los molinos de viento, dijo Sancho. Mire señor, que aquellos son frailes de San Benito, y el coche debe de ser de alguna gente pasajera: mire que digo que mire bien lo que hace, no sea el diablo que le engañe. Ya te he dicho, Sancho, respondió Don Quijote, que sabes poco de achaques de aventuras: lo que yo digo es verdad, y ahora lo verás. Y diciendo esto se adelantó, y se puso en la mitad del camino por donde los frailes venían, y en llegando tan cerca que a él le pareció que le podían oír lo que dijese, en alta voz dijo: gente endiablada y descomunal, dejad luego al punto las altas princesas que en ese coche lleváis forzadas, si no, aparejáos a recibir presta muerte por justo castigo de vuestras malas obras.

Detuvieron los frailes las riendas, y quedaron admirados, así de la figura de Don Quijote, como de sus razones; a las cuales respondieron: señor caballero, nosotros no somos endiablados ni descomunales, sino dos religiosos de San Benito, que vamos a nuestro camino, y no sabemos si en este coche vienen o no ningunas forzadas princesas. Para conmigo no hay palabras blandas, que ya yo os conozco, fementida canalla, dijo Don Quijote. Y sin esperar más respuesta, picó a Rocinante, y la lanza baja arremetió contra el primer fraile con tanta furia y denuedo, que si el fraile no se dejara caer de la mula, él le hiciera venir al suelo mal de su grado, y aun mal ferido si no cayera muerto. El segundo religioso, que vio del modo que trataban a su compañero, puso piernas al castillo de su buena mula, y comenzó a correr por aquella campaña más ligero que el mismo viento. Sancho Panza que vio en el suelo al fraile, apeándose ligeramente de su asno, arremetió a él y le comenzó a quitar los hábitos. Llegaron en esto dos mozos de los frailes, y preguntáronle que por qué le desnudaba. Respondióles Sancho que aquello le tocaba a él legítimamente, como despojos de la batalla que su señor Don Quijote había ganado. Los mozos, que no sabían de burla, ni entendían aquello de despojos ni batallas, viendo que ya Don Quijote estaba desviado de allí, hablando con las que en el coche venían, arremetieron con Sancho, y dieron con él en el suelo; y sin dejarle pelo en las barbas le molieron a coces y le dejaron tendido en el suelo sin aliento ni sentido: y sin detenerse un punto, tornó a subir el fraile, todo temeroso y acobardado y sin color en el rostro y cuando se vio a caballo picó tras su compañero, que un buen espacio de allí le estaba aguardando, y esperando en qué paraba aquel sobresalto; y sin querer aguardar el fin de todo aquel comenzado suceso, siguieron su camino haciéndose más cruces que si llevaran el diablo a las espaldas. Don Quijote estaba, como se ha dicho, hablando con la señora del coche, diciéndole: la vuestra fermosura, señora mía, puede facer de su persona lo que más le viniera en talante, porque ya la soberbia de vuestros robadores yace por el suelo derribada por este mi fuerte brazo; y porque no penéis por saber el nombre de vuestro libertador, sabed que yo me llamo Don Quijote de la Mancha, caballero andante y aventurero, y cautivo de la sin par y hermosa doña Dulcinea del Toboso; y en pago del beneficio que de mí habéis recibido o quiero otra cosa sino que volváis al Toboso, y que de mi parte os presentéis ante esta señora, y le digáis lo que por vuestra libertad he fecho. Todo esto que Don Quijote decía, escuchaba un escudero de los que el coche acompañaban, que era vizcaíno; el cual, viendo que no quería dejar pasar el coche adelante, sino que decía que luego había de dar la vuelta al Toboso, se fue para Don Quijote, y asiéndole de la lanza le dijo en mala lengua castellana, y peor vizcaína, de esta manera: anda, caballero, que mal andes; por el Dios que crióme, que si no dejas coche, así te matas como estás ahí vizcaíno. Entendióle muy bien Don Quijote, y con mucho sosiego le respondió: si fueras caballero, como no lo eres, ya yo hubiera castigado tu sandez y atrevimiento, cautiva criatura. A lo cual replicó el vizcaíno: ¿yo no caballero? juro a Dios tan mientes como cristiano; si lanza arrojas y espada sacas, el agua cuán presto verás que el gato llevas; vizcaíno por tierra, hidalgo por mar, hidalgo por el diablo; y mientes, que mira si otra dices cosa. Ahora lo veredes, dijo Agraves, respondió Don Quijote; y arrojando la lanza en el suelo, sacó su espada y embrazó su rodela, y arremetió al vizcaíno con determinación de quitarle la vida.

El vizcaíno, que así le vio venir, aunque quisiera apearse de la mula, que por ser de las malas de alquiler, no había que fiar en ella, no pudo hacer otra cosa sino sacar su espada; pero avínole bien que se halló junto al coche, de donde pudo tomar una almohada que le sirvió de escudo, y luego fueron el uno para el otro, como si fueran dos mortales enemigos. La demás gente quisiera ponerlos en paz; mas no pudo, porque decía el vizcaíno en sus mal trabadas razones, que si no le dejaban acabar su batalla, que él mismo había de matar a su ama y a toda la gente que se lo estorbase. La señora del coche, admirada y temerosa de lo que veía, hizo al cochero que se desviase de allí algún poco, y desde lejos se puso a mirar la rigurosa contienda, en el discurso de la cual dio el vizcaíno una gran cuchillada a Don Quijote encima de un hombro por encima de la rodela, que a dársela sin defensa, le abriera hasta la cintura. Don Quijote, que sintió la pesadumbre de aquel desaforado golpe, dio una gran voz, diciendo: ¡oh señora de mi alma, Dulcinea, flor de la fermosura, socorred a este vuestro caballero, que por satisfacer a la vuestra mucha bondad, en este riguroso trance se halla! El decir esto, y el apretar la espada, y el cubrirse bien de su rodela, y el arremeter al vizcaíno, todo fue en un tiempo, llevando determinación de aventurarlo todo a la de un solo golpe. El vizcaíno, que así le vio venir contra él, bien entendió por su denuedo su coraje, y determinó hacer lo mismo que Don Quijote: y así le aguardó bien cubierto de su almohada, sin poder rodear la mula a una ni a otra parte, que ya de puro cansada, y no hecha a semejantes niñerías, no podía dar un paso. Venía, pues, como se ha dicho, Don Quijote contra el cauto vizcaíno con la espada en alto, con determinación de abrirle por medio, y el vizcaíno le aguardaba asimismo, levantada la espada y aforrado con su almohada, y todos los circunstantes estaban temerosos y colgados de lo que había de suceder de aquellos tamaños golpes con que se amenazaban, y la señora del coche y las demás criadas suyas estaban haciendo mil votos y ofrecimientos a todas las imágenes y casas de devoción de España, porque Dios librase a su escudero y a ellas de aquel tan grande peligro en que se hallaban. Pero está el daño de todo esto, que en este punto y término deja el autor de esta historia esta batalla, disculpándose que no halló más escrito destas hazañas de Don Quijote, de las que deja referidas. Bien es verdad que el segundo autor de esta obra no quiso creer que tan curiosa historia estuviese entregada a las leyes del olvido, ni que hubiesen sido tan poco curiosos los ingenios de la Mancha que no tuviesen en sus archivos o en sus escritorios algunos papeles que de este famoso caballero tratasen; y así, con esta imaginación, no se desesperó de hallar el fin de esta apacible historia, el cual, siéndole el cielo favorable, le halló del modo que se contará en el siguiente capítulo.

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Capítulo noveno
Donde se concluye y da fin a la estupenda batalla que el gallardo vizcaíno y el valiente manchego tuvieron

Dejamos en el anterior capítulo al valeroso vizcaíno y al famoso Don Quijote con las espadas altas y desnudas, en guisa de descargar dos furibundos fendientes, tales que si en lleno se acertaban, por lo menos se dividirían y henderían de arriba abajo, y abrirían como una granada, y que en aquel punto tan dudoso paró y quedó destroncada tan sabrosa historia, sin que nos diese noticia su autor dónde se podría hallar lo que de ella faltaba. Causóme esto mucha pesadumbre, porque el gusto de haber leido tan poco, se volvía en disgustos de pensar el mal camino que se ofrecía para hallar lo mucho que a mi parecer faltaba de tan sabroso cuento. Parecióme cosa imposible y fuera de toda buena costumbre, que a tan buen caballero le hubiese faltado algún sabio que tomara a cargo en escribir sus nunca vistas hazañas; cosa que no faltó a ninguno de los caballeros andantes, de los que dicen las gentes que van a sus aventuras: porque cada uno de ellos tenía uno o dos sabios como de molde, que no solamente escribían sus hechos, sino que pintaban sus más mínimos pensamientos y niñerías por más escondidas que fuesen; y no había de ser tan desdichado tan buen caballero, que le faltase a él lo que sobró a Platir y a otros semejantes. Y así no podía inclinarme a creer que tan gallarda historia hubiese quedado manca y estropeada, y echada la culpa a la malignidad del tiempo, devorador y consumidor de todas las cosas, el cual o la tenía oculta o consumida. Por otra parte, me parecía que pues entre sus libros se habían hallado tan modernos como Desengaño de celos, y Ninfas y pastores de Henares, que tambíen su historia debía de ser moderna, y que ya que no estuviese escrita, estaría en la memoria de la gente de su aldea y de las a ellas circunvecinas. Esta imaginación me traía confuso y deseoso de saber real y verdaderamente toda la vida y milagros de nuestro famoso español Don Quijote de la Mancha, luz y espejo de la caballería manchega, y el primero que en nuestra edad y en estos tan calamitosos tiempos se puso al trabajo y ejercicio de las andantes armas, y el de desfacer agravios, socorrer viudas, amparar doncellas, de aquellas que andaban con sus azotes y palafrenes, y con toda su virginidad a cuestas, de monte en monte y de valle en valle; que si no era que algún follón, o algún villano de hacha y capellina, o algún descomunal gigante las forzaba, doncella hubo en los pasados tiempos que al cabo de ochenta años, que en todos ellos no durmió un día debajo de tejado, se fue tan entera a la sepultura como la madre que la había parido. Digo, pues, que por estos y otros muchos respetos es digno nuestro gallardo Don Quijote de continuas y memorables alabanzas, y aun a mí no se me deben negar, por el trabajo y diligencia que puse en buscar el fin de esta agradable historia; aunque bien sé que si el cielo, el caso y la fortuna no me ayudaran, el mundo quedara falto y sin el pasatiempo y gusto, que bien casi dos horas podrá tener el que con atención la leyere. Pasó, pues, el hallarla en esta manera: estando yo un día en el Alcaná de Toledo, llegó un muchacho a vender unos cartapacios y papeles viejos a un sedero; y como soy aficionado a leer, aunque sean los papeles rotos de las calles, llevado de esta mi natural inclinación tomé un cartapacio de los que el muchacho vendía; vile con caracteres que conocí ser arábigos, y puesto que, aunque los conocía, no los sabía leer, anduve mirando si parecía por allí algún morisco aljamiado que los leyese; y no fue muy dificultoso hallar intérprete semejante, pues aunque le buscara de otra mejor y más antigua lengua le hallara. En fin, la suerte me deparó uno, que diciéndole mi deseo, y poniéndole el libro en las manos le abrió por medio, y leyendo un poco en él se comenzó a reír: preguntéle que de qué se reía, y respondióme que de una cosa que tenía aquel libro escrita en la margen por anotación. Díjele que me la dijese, y él sin dejar la risa dijo: está, como he dicho, aquí en el margen escrito esto: esta Dulcinea del Toboso, tantas veces, en esta historia referida, dicen que tuvo la mejor mano para salar puercos que otra mujer de toda la Mancha. Cuando yo oí decir Dulcinea del Toboso, quedé atónito y suspenso, porque luego se me representó que aquellos cartapacios conteían la historia de Don Quijote. con esta imaginación le di priesa que leyese el principio; y haciéndolo así, volviendo de improviso el arábigo en castellano, dijo que decía: Historia de Don Quijote de la Mancha, escrita por Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo.

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Mucha discreción fue menester para disimular el contento que recibí cuando llegó a mis oídos el título del libro; y salteándosele al sedero, compré al muchacho todos los papeles y cartapacios por medio real, que si él tuviera discreción, y supiera que yo los deseaba, bien se pudiera prometer y llevar más de seis reales de la compra. Apartéme luego con el morisco por el claustro de la iglesia mayor, y roguéle me volviese aquellos cartapacios, todos los que trataban de Don Quijote, en lengua castellana, sin quitarles ni añadirles nada, ofreciéndole la paga que él quisiese. Contentóse con dos arrobas de pasas y dos fanegas de trigo, y prometió de traducirlos bien y fielmente, y con mucha brevedad, pero yo, por facilitar más el negocio y por no dejar de la mano tan buen hallazgo, le traje a mi casa, donde en poco más de mes y medio la tradujo toda del mismo modo que aquí se refiere. Estaba en el primer cartapacio pintada muy al natural la batalla de Don Quijote con el vizcaíno, puestos en la misma postura que la historia cuenta, levantadas las espadas, el uno cubierto de su rodela, el otro de la almohada, y la mula del vizcaíno tan al vivo, que estaba mostrando ser de alquiler a tiro de ballesta. Tenía a los pies el vizcaíno un título que decía: Don Sancho de Azpeitia que sin duda debía de ser su nombre, y a los pies de Rocinante estaba otro, que decía: Don Quijote: estaba Rocinante maravillosamente pintado, tan largo y tendido, tan atenuado y flaco, con tanto espinazo, tan hético confirmado, que mostraba bien al descubierto con cuánta advertencia y propiedad se le había puesto el nombre de Rocinante. Junto a él estaba Sancho Panza, que teía del cabestro a su asno, a los pies del cual estaba otro rótulo, que decía: Sancho Zancas; y debía de ser que tenía, a lo que mostraba la pintura, la barriga grande, el talle corto, y las zancas largas, y por esto se le debió de poner nombre de Panza y Zancas, que con estos dos sobrenombres se le llama algunas veces la historia. Otras algunas menudencias había que advertir; pero todas son de poca importancia y que no hacen al caso a la verdadera relación de la historia, que ninguna es mala como sea verdadera.

Si a esta se le puede poner alguna objeción acerca de su verdad, no podrá ser otra sino haber sido su autor arábigo, siendo muy propio de los de aquella nación ser mentirosos aunque por ser tan nuestros enemigos, antes se puede entender haber quedado falto en ella que demasiado: y así me parece a mí, pues cuando pudiera y debiera extender la pluma en las alabanzas de tan buen caballero, parece que de industria las pasa en silencio; cosa mal hecha y peor pensada, habiendo y debiendo ser los historiadores puntuales, verdaderos y no nada apasionados, y que ni el interés ni el miedo, el rencor ni la afición, no les haga torcer del camino de la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo porvenir. En esta sé que se hallará todo lo que se acertare a desear en la más apacible; y si algo bueno en ella faltare, para mí tengo que fue por culpa del galgo de su autor, antes que por falta del sujeto.

En fin, su segunda parte siguiendo la traducción, continuaba de esta manera: puestas y levantadas en alto las cortadoras espadas de los dos valerosos y enojados combatientes, no parecía sino que estaban amenazando al cielo, a la tierra y al abismo: tal era el denuedo y continente que tenían. Y el primero que fue a descargar el golpe fue el colérico vizcaíno, el cual fue dado con tanta fuerza y tanta furia, que a no volvérsele la espada en el camino, aquel solo golpe fuera bastante para dar fin a su rigurosa contienda, y a todas las aventuras de nuestro caballero; mas la buena suerte, que para mayores cosas le tenía guardado, torció la espada de su contrario, de modo que aunque le acertó en el hombro izquierdo, no le hizo otro daño qeu desarmarle todo aquel lado, llevándole de camino gran parte de la celada con la mitad de la oreja, que todo ello con espantosa ruina vino al suelo, dejándole muy maltrecho. ¡Válame Dios, y quién será aquel que buenamente pueda contar ahora la rabia que entró en el corazón de nuestro manchego, viéndose parar de aquella manera! No se diga más, sino que fue de manera que se alzó de nuevo en los estribos, y apretando más la espada en las dos manos, con tal furia descargó sobre el vizcaíno, acertándole de lleno sobre la almohada y sobre la cabeza, que sin ser parte tan buena defensa, como si cayera sobre él una montaña, comenzó a echar sangre por las narices, y por la boca, y por los oídos, y a dar muestras de caer de la mula abajo, de donde cayera sin duda, si no se abrazara con el cuello; pero con todo eso sacó los pies de los estribos, y luego soltó los brazos, y la mula espantada del terrible golpe dio a correr por el campo, y a pocos corcovos dio con su dueño en tierra. Estábaselo con mucho sosiego mirando Don Quijote, y como lo vio caer, saltó de su caballo y con mucha ligereza se llegó a él, y poniéndole la punta de la espada en los ojos, le dijo que se rindiese; si no, que le cortaría la cabeza.

Estaba el vizcaíno tan turbado que no podía responder palabra, y él lo pasara mal, según estaba ciego Don Quijote, si las señoras del coche, que hasta entonces con gran desmayo habían mirado la pendencia, no fueran adonde estaba y le pidieran con mucho encarecimiento les hiciera tan grande merced y favor de perdonar la vida a aquel su escudero; a lo cual Don Quijote respondió con mucho entono y gravedad: por cierto, fermosas señoras, yo soy muy contento de hacer lo que me pedís; mas ha de ser con una condición y concerto, y es que este caballero ma ha de prometer de ir al lugar del Toboso, y presentarse de mi parte ante la sin par doña Dulcinea, para que ella haga de él lo que más fuere de su voluntad. Las temerosas y desconsoladas señoras, sin entrar en cuenta de lo que Don Quijote pedía, y sin preguntar quién Dulcinea fuese, le prometieron que el escudero haría todo aquello que de su parte le fuese mandado: pues en fe de esa palabra, yo no le haré más daño, puesto que me lo tenía bien merecido.

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Capítulo décimo
De los graciosos razonamientos que pasaron entre D. Quijote y Sancho Panza su escudero

Ya en este tiempo se había levantado Sancho Panza algo maltratado de los mozos de los frailes, y había estado atento a la batalla de su señor Don Quijote, y rogaba a Dios en su corazón fuese servido de darle victoria y que en ella ganase alguna ínsula de donde le hiciese gobernador, como se lo había prometido. Viendo, pues, ya acabada la pendencia, y que su amo volvía a subir sobre Rocinante, llegó a tenerle el estribo, y antes que subiese se hincó de rodillas delante de él, y asiéndole de la mano, se la besó y le dijo: sea vuestra merced servido, señor Don Quijote mío, de darme el gobierno de la ínsula que en esta rigurosa pendencia se ha ganado, que por grande que sea, yo me siento con fuerzas de saberla gobernar tal y tan bien como otro que haya gobernado ínsulas en el mundo. A lo cual respondió Don Quijote: advertid, hermano Sancho, que esta aventura, y las a estas semejantes, no son aventuras de ínsulas, sino de encrucijadas, en las cuales no se gana otra cosa que sacar rota la cabeza, o una oreja menos; tened paciencia, que aventuras se ofrecerán, donde no solamente os pueda hacer gobernador, sino más adelante. Agradecióselo mucho Sancho, y besándole otra vez la mano y la falda de la loriga, le ayudó a subir sobre Rocinante, y él subió sobre su asno, y comenzó a seguir a su señor, que a paso tirado, sin despedirse ni hablar más con las del coche, se entró por un bosque que allí junto estaba.

Seguíale Sancho a todo trote de su jumento; pero caminaba tanto Rocinante, que, viéndose quedar atrás, le fue forzoso dar voces a su amo, que se aguardase. Hízolo así Don Quijote, teniendo las riendas a Rocinante hasta que llegase su cansado escudero, el cual en llegando le dijo: paréceme, señor, que sería acertado irnos a retraer a alguna iglesia, que, según quedó maltrecho aquel con quien combatisteis, no será mucho que den noticia del caso a la Santa Hermandad, y nos prendan; y a fe que si lo hacen, que primero que salgamos de la cárcel, que nos ha de sudar el hopo. Calla, dijo Don Quijote. ¿Y dónde has visto tú o leído jamás que caballero andante haya sido puesto ante la justicia, por más homicidios que haya cometido? Yo no sé nada de omecillos, respondió Sancho, ni en mi vida le caté a ninguno; sólo sé que la Santa Hermandad tiene que ver con los que pelean en el campo, y en esotro no me entremeto. Pues no tengas pena, amigo, respondió Don Quijote, que yo te sacaré de las manos de los caldeos, cuanto más de las de la Hermandad. Pero dime por tu vida: ¿has tú visto más valeroso caballero que yo en todo lo descubierto de la tierra? ¿Has leído en historias otro que tenga ni haya tenido más brío en acometer, más aliento en el perseverar, más destreza en el herir, ni más maña en el derribar? La verdad sea, respondió Sancho, que yo no he leído ninguna historia jamás, porque ni sé leer ni escribir; mas lo que osaré apostar es que más atrevido amo que vuestra merced yo no le he servido en todos los días de mi vida, y quiera Dios que estos atrevimientos no se paguen donde tengo dicho. Lo que le ruego a vuestra merced es que se cure, que se le va mucha sangre de esa oreja, que aquí traigo hilas y un poco de ungüento blanco en las alforjas.

Todo esto fuera bien escusado, respondió Don Quijote, si a mí se me acordara de hacer una redoma del bálsamo de Fierabrás, que con sólo una gota se ahorraran tiempo y medicinas. ¿Qué redoma y qué bálsamo es ese? dijo Sancho Panza. De un bálsamo, respondió Don Quijote, de quien tengo la receta en la memoria, con el cual no hay que tener temor a la muerte, ni hay que pensar morir de ferida alguna; y así, cuando yo le haga y te le dé, no tienes más que hacer sino que cuando vieres que en alguna batalla me han partido por medio del cuerpo, como muchas veces suele acontecer, bonitamente la parte del cuerpo que hubiere caído en el suelo, y con mucha sutileza, antes que la sangre se hiele, la pondrás sobre la otra mitad que quedare en la silla, advirtiendo de encajallo igualmente y al justo. Luego me darás a beber solos dos tragos del bálsamo que he dicho, y verásme quedar más sano que una manzana. Si eso hay, dijo Panza, yo renuncio desde aquí el gobierno de la prometida ínsula, y no quiero otra cosa en pago de mis muchos y buenos servicios, sino que vuestra merced me djé la receta de ese estremado licor, que para mí tengo que valdrá la onza donde quiera más de dos reales, y no he menester yo más para pasar esta vida honrada y descansadamente; pero es de saber ahora si tiene mucha costa el hacella. Con menos de tres reales se pueden hacer tres azumbres, respondió Don Quijote. ¡Pecador de mí! replicó Sancho. ¿Pues a qué aguarda vuestra merced a hacelle y a enseñármele? Calla, amigo, respondió Don Quijote, que mayores secretos pienso enseñarte, y mayores mercedes hacerte; y por ahora curémonos, que la oreja me duele más de lo que yo quisiera.

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Sacó Sancho de las alforjas hilas y ungüento; mas cuando Don Quijote llegó a ver rota su celada, pensó perder el juicio, y puesta la mano en la espada y alzando los ojos al cielo, dijo: yo hago juramento al criador de todas las cosas, y a los santos cuatro Evangelios, donde más largamente están escritos, de hacer la vida que hizo el grande marqués de Mantua, cuando juró de vengar la muerte de su sobrino Baldovinos, que fue de no comer pan a manteles, ni con su mujer folgar, y otras cosas, que, aunque de ellas no me acuerdo, las doy aquí por espresadas, hasta tomar entera venganza del que tal desaguisado me fizo. Oyendo esto Sancho, le dijo: advierta vuestra merced, señor Don Quijote, que si el caballero cumplió lo que se le dejó ordenado de irse a presentar ante mi señora Dulcinea del Toboso, ya habrá cumplido con lo que debía, y no merece otra pena si no comete nuevo delito. Has hablado y apuntado muy bien, repondió Don Quijote; y así anulo el juramento en lo que toca a tomar de él nueva venganza; pero hágole y confírmole de nuevo de hacer la vida que he dicho, hasta tanto que quite por fuerza otra celada tal y tan buena como esta a algún caballero; y no pienses, Sancho, que así, a humo de pajas, hago esto, que bien tengo a quien imitar en ello, que esto mismo pasó al pie de la letra sobre el yelmo del Mambrino, que tan caro le costó a Sacripante. Que dé al diablo vuestra merced tales juramentos, señor mío, replicó Sancho, que son muy en daño de la salud y muy en perjuicio de la conciencia. Si no, dígame ahora si acaso en muchos días no topamos hombre armado con celada, ¿qué hemos de hacer? ¿Hase de cumplir el juramento a despecho de tantos inconvenientes e incomodidades, como será el dormir vestido, y el no dormir en poblado, y otras mil penitencias que contenía el juramento de aquel loco viejo del marqués de Mantua, que vuestra merced quiere revalidar ahora? Mire vuestra merced bien que por todos estos caminos no andan hombres armados sino arrieros y carreteros, que no sólo no traen celadas, pero quizá no las han oído nombrar en todos los días de su vida. Engañaste en eso, dijo Don Quijote, porque no habremos estado dos horas por estas encrucijadas, cuando veamos más armados que los que vinieron sobre Albraca a la conquista de Angélica la Bella. Alto, pues; sea así, dijo Sancho y a Dios prazga que nos suceda bien, y que se llegue ya el tiempo de ganar esa ínsula, que tan cara me cuesta, y muérame yo luego. Ya te he dicho, Sancho, que no te dé eso cuidado alguno, que cuando faltare ínsula, ahí está el reino de Dinamarca, o el de Sobradisa, que te vendrán como anillo al dedo, y más que, por ser en tierra firme, te debes de alegrar. Pero dejemos esto para su tiempo, y mira si traes algo en esas alforjas que comamos, porque vamos luego en busca de algún castillo donde alojemos esta noche, y hagamos el bálsamo que te he dicho, porque yo te voto a Dios que me va doliendo mucho la oreja.

Aquí trayo una cebolla y un poco de queso, y no sé cuántos mendrugos de pan, dijo Sancho; pero no son manjares que pertenecen a tan valiente caballero como vuestra merced. Que mal lo entiendes, respondió Don Quijote: hágote saber, Sancho, que es honra de los caballeros andantes no comer en un mes, y ya que coman, sea de aquello que hallaren más a mano: y esto se te hiciera cierto, si hubieras leído tantas historias como yo, que aunque han sido muchas, en todas ellas no he hallado hecha relación de que los caballeros andantes comiesen, si no era acaso, y en algunos suntuosos banquetes que les hacían, y los demás días se los pasaban en flores. Y aunque se deja entender que no podían pasar sin comer y sin hacer todos los otros menesteres naturales, porque en efecto eran hombres como nosotros, has de entender también que, andando lo más del tiempo de su vida por las florestas y despoblados, y sin cocinero, que su más ordinaria comida sería de viandas rústicas, tales como las que tú ahora me ofreces: así que, Sancho amigo, no te congoje lo que a mí me da gusto, ni quieras tú hacer mundo nuevo, ni sacar la caballería andante de sus quicios. Perdóneme vuestra merced, dijo Sancho, que como yo no sé leer ni escribir, como otra vez he dicho, no sé ni he caído en las reglas de la profesión caballeresca; y de aquí adelante yo proveeré las alforjas de todo género de fruta seca para vuestra merced, que es caballero, y para mí las proveeré, pues no lo soy, de otras cosas volátiles y de más sustancia. No digo yo, Sancho, replicó Don Quijote, que sea forzoso a los caballeros andantes no comer otra cosa que esas frutas que dices; sino que su más ordinario sustento debía ser de ellas, y de algunas yerbas que hallaban en los campos, que ellos conocían, y yo también conozco. Virtud es, respondió Sancho, conocer esas yerbas, que según yo me voy imaginando, algún día será menester usar de ese conocimiento.

Y sacando en esto lo que dijo que traía, comieron los dos en buena paz y compañía; pero deseosos de buscar donde alojar aquella noche, acabaron con mucha brevedad su pobre y seca comida. Subieron luego a caballo, y diéronse priesa por llegar a poblado, antes que anocheciese; pero faltóles el sol y la esperanza de alcanzar lo que deseaban junto a unas chozas de unos cabreros, y así determinaron de pasar allí la noche que cuanto fue de pesadumbre para Sancho no llegar a poblado, fue de contento para su amo dormirla al cielo descubierto, por parecerle que cada vez que esto le sucedía era hacer un acto posesivo que facilitaba la prueba de su caballería.

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Porfavor necesito una invitación para foro coches
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Necesito una invitacion de forocoches, mi email es juanen_am@hotmail.com.

Muchisimas gracias de antemano
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Mi email es juanen_am@hotmail.com . muchas gracias de antemano
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MaCoMuSa estas sembraoemoticon ummmmm ,eso lo publicas y te forras,¿lo habias pensado?,si no es asi te lo aconsejo,es mas te digo que tienes hasta buena letra.
pd:tienes mi verde por tu gran aportacionemoticon guiño
edemoticon lenguaara decirte que espero ansiosamente maassss
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sólo hay que leer entre líneas

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